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Este 31 de diciembre, después de la cena, nuestro amigo nos invitó a Jost Van Dyke, BVI. Esta isla se encuentra a 12 millas de St. Thomas. Al principio la idea sonaba un poco loca y hasta peligrosa, considerando que el lugar iba a estar lleno de botes y de gente tomando.
Este 31 de diciembre, después de la cena, nuestro amigo nos invitó a Jost Van Dyke, BVI. Esta isla se encuentra a 12 millas de St. Thomas. Al principio la idea sonaba un poco loca y hasta peligrosa, considerando que el lugar iba a estar lleno de botes y de gente tomando.
El
paseo fue maravilloso. A la entrada de la bahía de Jost se podían
ver todos los botes anclados. Una escena espectacular e inolvidable.
Había cruceros pequeños, veleros de todos los estilos y tamaños.
Cada uno lucía su esplendor con luces y música. La tripulación a
bordo se regocijaba en la belleza de la noche, muchos se preparaban
para montarse en los anexos e ir a tierra, donde la fiesta prometía
ser en grande. Nosotros admiramos el panoramas, mientras buscábamos
por un sitio cerca de la playa donde anclar. ¿Como íbamos a llegar
a la orilla, a 100 metros de distancia? Bueno, nuestro anfitrión
dijo que alguien nos haría el favor. Y sin dudas, cinco minutos
después de haber anclado, pasó el primer anexo, y ese mismo nos
llevó hasta la playa.
Una
vez en tierra firme todos nuestros sentidos se pusieron alerta. La
vista era sobre-estimulante. La música, la comida, el aire colmado
con humos de “hierba buena”. La risa y la alegría en los rostros
jóvenes intoxicados de ella. El primer lugar al que entramos fue al
bar de Foxy's. La gente no estaba vestida, estaban disfrazados, y su
mejor atuendo era el incógnito. Pedimos un trago: “painkiller”. Y luego caminamos calle abajo a
disfrutar la escena en un espacio menos saturado. Los jóvenes
gozaban su libertad. Se paraban delante de nosotros en la calle y
gritaban: ¡Dame cinco! O bailaban con cualquier desconocido, todo el
mundo respondía con la misma alegría. El ambiente era perfecto.
Luego
el espacio comenzó a hacerse más pequeño, pasar de un lado a otro
era un atropello. Eran casi las 12, yo no quería estar en medio de
aquella locura cuando el reloj diera la hora exacta. Alguien derramó
su bebida sobre mi, tratando se pasar por encima de la mesa detrás
de nosotros. Eso lo dijo todo.
En
la playa la gente se preparaba para el conteo. Y de repente los
gritos de alegría, todos se abrazaban, las parejas se besaban. Los
borrachos que roncaban acostados en la arena; se incorporaron del
susto y luego se acostaron otra vez. La aventura de Jost Van Dike
estaba llegando a su fin y yo pensaba: ¿cómo vamos a llegar al
bote? Al mismo tiempo me sentía bien en la playa, con la briza, las
estrellas y el lugar contaminado de alegría. Entonces unos jóvenes,
delante de nosotros, tal vez un poquito intoxicados, se quitaron la
ropa en histéricos gritos. Y así, como Dios los trajo al mundo, se
metieron al agua.
“Después
de las doce es mejor irse”. Sugirió nuestro amigo. Lo seguimos al
muelle donde varias personas se subían a sus anexos para partir. Yo
estaba un poco incrédula. El primero nos dijo que no. Pero el
segundo, preguntó que cuántos eramos y enseguida nos invitaron a
montar. “¡Viva Noruega!” Gritamos nosotros. Y en cinco minutos
emprendíamos nuestro regreso a Red Hook, sanos y salvos. Después de
todo, lo que pasa en Jost, se queda en Jost.
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